Madrid era una ciudad de edificios rutilantes, calles anchas con tráfico pesado y aceras bien limpias por las que deambulaban cientos y cientos de personas. Era finales de enero de 2008, yo vivía en un pequeño apartamento por la estación Argüelles, cerca de la calle de La Princesa. Eran los días en que la música y los libros eran el bálsamo para aliviar las sensaciones de soledad y extrañeza como las que siente un niño cuando acude a su primer día de clases.
Lo primero que hice fue comprarme un reproductor musical y un amigo colombiano se encargó de saturarlo con canciones. Ahí comenzó mi adicción por la música del cantante argentino Andrés Calamaro. Tuyo siempre, Minibar, Mi enfermedad, Sin documentos eran las rolas que más se repetían cuando deambulaba por las librerías, por los centros comerciales, por las aceras inundadas con un mar de gente.
En mayo de ese año, Calamaro llegó a la provincia de Granada, en Andalucía, y yo también. El artista tuvo una presentación, pero mi maltrecha situación económica solo se ajustó para visitar la Alhambra, una de las obras maestras del mundo árabe. Regresé a Madrid con menos euros y con más desencanto por mi inasistencia forzada al concierto.
Pasaron los días y pasaron los años. Regresé a El Salvador y el sinsabor quedó como una anécdota. Dos años después de mi descubrimiento por el gusto calamariano, el 19 de octubre de 2010, llegué por motivos laborales a una ciudad menos extraña: Guatemala. Cuando el bus entró a la capital chapina, por el boulevard de Los Próceres, no pude evitar una sonrisa cuando vi los muppys con una silueta negra y ese apellido de ocho letras que anunciaba su próximo concierto: Calamaro, on the rock.
Pasaron los días y pasaron los años. Regresé a El Salvador y el sinsabor quedó como una anécdota. Dos años después de mi descubrimiento por el gusto calamariano, el 19 de octubre de 2010, llegué por motivos laborales a una ciudad menos extraña: Guatemala. Cuando el bus entró a la capital chapina, por el boulevard de Los Próceres, no pude evitar una sonrisa cuando vi los muppys con una silueta negra y ese apellido de ocho letras que anunciaba su próximo concierto: Calamaro, on the rock.
La cita era en la Ermita de la Santa Cruz, en Antigua Guatemala, unos 40 kilómetros fuera de la capital. Ese domingo hacía calor. Abordé un bus verde, pagué ocho quetzales -casi un dólar- y una hora más tarde ya estaba buscando hostal en esa ciudad que es patrimonio de la humanidad desde 1979. Era la tercera vez que visitaba "antigua", no obstante, volví a recorrer sus calles empedradas, a descansar en sus parques, a sorprenderme con su espléndida arquitectura colonial.
Y llegó la noche y llegó el concierto. Caminé hacia las afueras de la ciudad y me encontré con la fachada de un templo antiguo que se iluminaba de verde, de azul, de rosado, según las luces. Al pie de la ermita estaba un pequeño escenario al que salió el argentino casi a las nueve de la noche. El público del área de mesas se paró en las sillas, los que estaban en las gradas, como en un teatro griego, también se pusieron de pie y, con mano alzada, cantaban sus canciones, o bebían cervezas, o fumaban marihuana.
Cantó Mil horas, Tuyo siempre y hasta Woman no cry, de Bob Marley. Calamaro omitió Minibar, la canción que me identifica con Madrid, pero el artista se gastó un conciertazo. Hay música que es un bálsamo para las heridas, pero que también es un acelerador de la irreverencia, de la creatividad, del arte. La de Calamaro, definitivamente, tiene de los dos componentes... Así fue mi reencuentro con Calamaro, en una ciudad menos extraña, con una buena compañía que no dejó espacios para la soledad.
Y llegó la noche y llegó el concierto. Caminé hacia las afueras de la ciudad y me encontré con la fachada de un templo antiguo que se iluminaba de verde, de azul, de rosado, según las luces. Al pie de la ermita estaba un pequeño escenario al que salió el argentino casi a las nueve de la noche. El público del área de mesas se paró en las sillas, los que estaban en las gradas, como en un teatro griego, también se pusieron de pie y, con mano alzada, cantaban sus canciones, o bebían cervezas, o fumaban marihuana.
Cantó Mil horas, Tuyo siempre y hasta Woman no cry, de Bob Marley. Calamaro omitió Minibar, la canción que me identifica con Madrid, pero el artista se gastó un conciertazo. Hay música que es un bálsamo para las heridas, pero que también es un acelerador de la irreverencia, de la creatividad, del arte. La de Calamaro, definitivamente, tiene de los dos componentes... Así fue mi reencuentro con Calamaro, en una ciudad menos extraña, con una buena compañía que no dejó espacios para la soledad.
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