Wednesday, November 10, 2010

El jefe encarcelado

La apariencia física de Víctor Soto Diéguez no ha cambiado en los últimos tres años. Es el mismo hombre delgado, moreno y de cabello entrecanoso que conocí en el 2007. Un sábado, a finales de febrero, lucía una corbata, tenía una oficina al fondo de una galera donde antes funcionaba una aduana y algunos papeles sobre el que era el principal escritorio de la División de Investigaciones Criminales de la Policía guatemalteca (DINC). Él era el jefe.
Su oficina estaba en el ojo del huracán. Apenas habían pasado dos días de la captura de cuatro de sus subalternos por ser los sospechosos del asesinato de tres diputados del Parlamento Centroamericano y su motorista. "Ellos traicionaron mi confianza", me dijo en una escueta entrevista que concedió en su oficina. Hablaba con la certeza de un hombre que calla lo que sabe y me pidió estar atento al caso: "Pronto tendrá noticias".
Y las noticias crecieron como hongos de invierno ese mismo mes. El subinspector Marvin Roberto Contreras Natareno también fue implicado en el crimen y los cuatro policías capturados fueron asesinados en una cárcel de máxima seguridad. Ayer, Soto Diéguez declaró ante un tribunal. Vestía un jeans, una chaqueta negra y unas botas café. Dijo que un informante le dio la primer pista que concluyó con las capturas de los policías: la placa del vehículo que interceptó a los diputados.
Al final de su declaración, apartó la pequeña silla negra, pero en lugar de salir de la sala de audiencia como todos los testigos, un policía se le acercó y le esposó las manos. El ex comisario salió de la sala y rechazó cualquier vinculación en el crimen de los parlamentarios. Antes de subir al ascensor lanzó una mirada hacia atras, con los ojos llorosos -quizás por los destellos de las cámaras fotográficas-, como un hombre que tiene la certeza que sabe lo que calla... Y se lo llevaron a una prisión, donde espera ser enjuiciado por la ejecución extrajudicial de unos reos en la cárcel de Pavón.


Saturday, November 06, 2010

Encuentro con la dama del misterio

Hay nombres fáciles de memorizar. Agatha Christie fue, para mí, uno de ellos. Desde que aquel profesor de literatura nos habló de la novela policíaca y de "Crimen en el expreso de oriente", el nombre de la escritora inglesa quedó marcado en mi memoria. Empero, por esos extraños designios del destino, tuvieron que pasar casi 14 años desde aquella clase de bachillerato para que uno de sus libros llegara a mis manos. Ese fue: Pasajero para Frankfurt.

Quizás eran mis expectativas, quizás todos esos buenos comentarios que orbitan sobre la obra de Agatha Christie, la dama del misterio, pero el inicio de esa obra me desilusionó: Mientras está en un aeropuerto de Alemania, un diplomático inglés, Sir Stafford Nye, acepta entregarle su pasaporte y su capa de bandolero que compró en Córcega a una mujer desconocida que alega que su vida corre peligro. La mujer  suplanta la identidad del diplomático y viaja.
Claro que es ficción, pero el inicio me pareció frívolo, predecible. Luego, la historia sumerge a Sir Stafford Nye en la lucha contra una organización mundial que fomenta la violencia de los jóvenes y que ha encontrado en un nuevo líder, el joven Sigfrido, el pañuelo para desempolvar las ideas de la superioridad de una raza, tal como lo reivindicaba Adolfo Hitler.
La obra fue escrita en la década de los 70 y, deja a flor de letra, los fantasmas de la segunda guerra mundial que oteaban con esa fiebre de la guerra fría: la obsesión de las investigaciones científicas para dominar, para controlar la voluntad, el espíritu de los seres humanos. Funcionalismo puro. Pese a mi desencanto con el inicio de la obra, debo reconocer un estilo ágil en el inicio de algunos capítulos, intercaladas buenas descripciones. Aquí unos ejemplos:
-En el gabinete de la casa que lleva el número 10, en Downing Streat, se encontraba el primer ministro, Cedric, sentado a la cabecera de la mesa...
- De aspecto sólido, compacto, aquel individuo reflexivo acarreaba sentido común a todas las asambleas en que tomaba parte. No producía la sensación de ser un hombre brillante y esto era ya un elemento tranquilizador...

Thursday, November 04, 2010

Los secretos de la montaña

Él viste una camisa manga larga, oscura con delgadas rayas blancas. Pantalón gris oscuro, zapatos y calcetines negros. Vivía en la aldea La Montaña, en Guatemala. Es moreno, flaco, de voz chillona que sus palabras casi son gritos cuando se acerca al micrófono.
-No tenemos problemas de audición, le aclara una jueza.
-Perdón señoría.
Y sigue hablando, declarando, reiterando su inocencia. Es Carlos Alberto Gutiérrez Arévalo, procesado por el crimen de tres diputados salvadoreños del Parlamento Centroamericano (PARLACEN) y su motorista, el 19 de febrero de 2007. El Ministerio Público asegura que ese día, desde el telefóno 55276421, se comunicó varias veces con el ex diputado Manuel Castillo Medrano, Vanner Adílcar Morales, Mario Javier y Waldemar Lemus Escobar, supuestos integrantes de una banda de narcotraficantes que operaba en Jalpatagua.
"Todas las llamadas que aparecen a ese número yo no las voy a negar porque era mi número, no las voy a negar porque no le he hecho daño a nadie". Dice que las llamadas eran por motivos profesionales: con el ex diputado Castillo porque trabajó como técnico de la bancada Unión Nacional por la Esperanza (UNE) y con los hermanos Lemus Escobar porque les vendió un vehículo Mercedes Benz. Su autolote estaba en "un callejoncito", en la 13 calle de la Zona Uno.
Ese reduccionismo no convence al fiscal Edwin Marroquín. "Existe un fenómeno importante que durante enero o febrero las llamadas con estas personas de Jalpatagua son una o tres llamadas por día, pero el 19 de febrero de 2007 son múltiples llamadas telfónicas, por ejemplo a las 9:05, 9:08, 9:15, 10:15, 10:35, 11:40 y así... se nota que la comunicación es más constante". Esa constacia, dice el fiscal, era por el crimen de los diputados.
Gutiérrez Arévalo estaba identificado en la agenda telefónica del diputado Castillo como "Montaña 3". Él realizó llamadas a El Salvador, pero de nuevo justifica: era para contactar a una artista, Karlita Rico, para que participara en un jaripeo para las fiestas en su aldea.
-¿Estuvo en El Salvador?
-Sí, en Ahuachapán.
Aclara, empero, que su visita fue al hospital de esa ciudad porque su esposa dio a luz en ese nosocomio. El fiscal, de nuevo, promete botar esa coartada: alega que en los próximos días presentará testigos que lo comprometen con el delito. Eso tal vez sea en un futuro porque hoy "Montaña 3" no se salió del libreto: lo que para uno son indicios de su participación en el crimen, para él se reduce a cuestiones de trabajo. Terminó de declarar, lo volvieron a esposar y regresó a su celda, a un costado de la sala.

Wednesday, November 03, 2010

Reencuentro con Calamaro

Madrid era una ciudad de edificios rutilantes, calles anchas con tráfico pesado y aceras bien limpias por las que deambulaban cientos y cientos de personas. Era finales de enero de 2008, yo vivía en un pequeño apartamento por la estación Argüelles, cerca de la calle de La Princesa. Eran los días en que la música y los libros eran el bálsamo para aliviar las sensaciones de soledad y extrañeza como las que siente un niño cuando acude a su primer día de clases.
Lo primero que hice fue comprarme un reproductor musical y un amigo colombiano se encargó de saturarlo con canciones. Ahí comenzó mi adicción por la música del cantante argentino Andrés Calamaro. Tuyo siempre, Minibar, Mi enfermedad, Sin documentos eran las rolas que más se repetían cuando deambulaba por las librerías, por los centros comerciales, por las aceras inundadas con un mar de gente.
En mayo de ese año, Calamaro llegó a la provincia de Granada, en Andalucía, y yo también. El artista tuvo una presentación, pero mi maltrecha situación económica solo se ajustó para visitar la Alhambra, una de las obras maestras del mundo árabe. Regresé a Madrid con menos euros y con más desencanto por mi inasistencia forzada al concierto.
Pasaron los días y pasaron los años. Regresé a El Salvador y el sinsabor quedó como una anécdota. Dos años después de mi descubrimiento por el gusto calamariano, el 19 de octubre de 2010, llegué por motivos laborales a una ciudad menos extraña: Guatemala. Cuando el bus entró a la capital chapina, por el boulevard de Los Próceres, no pude evitar una sonrisa cuando vi los muppys con una silueta negra y ese apellido de ocho letras que anunciaba su próximo concierto: Calamaro, on the rock.
La cita era en la Ermita de la Santa Cruz, en Antigua Guatemala, unos 40 kilómetros fuera de la capital. Ese domingo hacía calor. Abordé un bus verde, pagué ocho quetzales -casi un dólar- y una hora más tarde ya estaba buscando hostal en esa ciudad que es patrimonio de la humanidad desde 1979. Era la tercera vez que visitaba "antigua", no obstante, volví a recorrer sus calles empedradas, a descansar en sus parques, a sorprenderme con su espléndida arquitectura colonial.
Y llegó la noche y llegó el concierto. Caminé hacia las afueras de la ciudad y me encontré con la fachada de un templo antiguo que se iluminaba de verde, de azul, de rosado, según las luces. Al pie de la ermita estaba un pequeño escenario al que salió el argentino casi a las nueve de la noche. El público del área de mesas se paró en las sillas, los que estaban en las gradas, como en un teatro griego, también se pusieron de pie y, con mano alzada, cantaban sus canciones, o bebían cervezas, o fumaban marihuana.
Cantó Mil horas, Tuyo siempre y hasta Woman no cry, de Bob Marley. Calamaro omitió Minibar, la canción que me identifica con Madrid, pero el artista se gastó un conciertazo. Hay música que es un bálsamo para las heridas, pero que también es un acelerador de la irreverencia, de la creatividad, del arte. La de Calamaro, definitivamente, tiene de los dos componentes... Así fue mi reencuentro con Calamaro, en una ciudad menos extraña, con una buena compañía que no dejó espacios para la soledad.