Sábado 23 de octubre. El bus llegó a la cima de una de las montañas que bordea el lago Atitlán a la media tarde. Hacía frío y el cielo gris parecía confundirse con las aguas que descansaban al fondo, en un valle, como una lámina de acero fundida. El bus de la empresa Transportes Rebulí siguió descendiendo sobre una calle asfaltada y angosta que serpenteaba entre derrumbes y una exuberante vegetación. Unos 30 minutos después llegó a Panajachel, un pintoresco pueblo de Guatemala. Hostales a uno y otro lado de la calle principal, ventas de artesanías y muchas mototaxis eran la estampa inicial.
A unos 200 metros de la entrada principal estaba un desvío, una calle empedrada que terminaba en una acera pavimentada. Habían más venta de artesanías, de hamacas, de pelotas, de camisas con mensajes joviales: "Todos los días me levanto guapo, pero hoy exageré. Guatemala". Caminé hacia un pequeño embarcadero, y aquellas aguas que en la distancia se divisaban grises, en la cercanía tenían un tono azul verdoso. El cielo seguía nublado.
La aventura había comenzado a las once de la mañana. Una amiga guatemalteca me recomendó que llegara temprano a la terminal -en la calle 21 de la zona uno- para asegurar un asiento porque era posible que muchos lugareños regresaran de la capital a la ciudad de Solalá. Imaginé la terminal como un predio con muchos buses, con vendedores ambulantes y mucha gente esperando la salida del bus; sin embargo, me encontré con un pequeño predio en el que estaban tres buses estacionados, al lado de un portón negro estaba un guardia de seguridad privada moreno y sonriente. Yo era el único pasajero.
A medida que el bus se adentraba al interior guatemalteco se fueron subiendo más y más pasajeros, en su mayoría, vestidos con ropa autóctona. La joven que se sentó a mi lado era morena, cabello liso, unos profundos ojos negros y comía jocotes. También viajaba a Panajachel y, con su familia, llevaba unos enormes bultos afianzados en la parrilla del bus. Fueron tres horas de viaje y faltaba poco para que el sol se perdiera en el horizonte.
Esa noche, la llamada de la cama pudo más que la llamada de la discoteca. Fue hasta el siguiente día que abordé una lancha, "Torbellino", rumbo a San Pedro de La Laguna. Un pueblo pequeño con mucha identidad: se habla español, se habla Tz´utujil. Me sorprendió la comodidad del hospedaje, 20 quetzales por noche, en habitación sencilla (2.50 dólares). Más venta de artesanías, más discotecas, más bares y más parajes para admirar el lago. En el pequeño poblado, rodeado de cafetales, se levanta una iglesia cuya atalaya se divisa desde la lejanía. Pese al nombre católico del municipio, la principal edificación religiosa es una iglesia bautista. Esa noche unos nubarrones negros ocultaron la luna y, al siguiente día, lloviznó. Sin embargo, el gris del lago y el cielo no opacaban la belleza del paisaje...