A la dama de piel cenicienta la mató el amor. Los apocalípticos que vieron el cielo de elefantes también juran que, durante los últimos 711 días, ella sacrificaba una parte de su almuerzo y guardaba una sandía esperando la visita de la pasión, del desenfreno, de la ternura. Pero desde aquel 10 de octubre de 2008, Manyula no volvió a tener noticias de su prometido, menos del señor que la embaucó en esa esperanza de amor http://especiales.laprensagrafica.com/2010/manyula/?p=12
La mayoría olvidó la oferta, menos la agraviada, la que tenía memoria de elefante. Entonces comenzó a morirse de verdad porque Manyula había comenzado a morirse antes. Mucho antes de su sepelio. La dama de la piel cenicienta se moría cada mañana, todos los días, cuando los motoristas de la ruta 2 y 10 se mencionaban a su madrecita con la bocina de los buses. Taxistas, microbuseros y conductores particulares también sabían una que otra partitura en esa sinfonía.
La mayoría olvidó la oferta, menos la agraviada, la que tenía memoria de elefante. Entonces comenzó a morirse de verdad porque Manyula había comenzado a morirse antes. Mucho antes de su sepelio. La dama de la piel cenicienta se moría cada mañana, todos los días, cuando los motoristas de la ruta 2 y 10 se mencionaban a su madrecita con la bocina de los buses. Taxistas, microbuseros y conductores particulares también sabían una que otra partitura en esa sinfonía.
Y el bullicio no era cuestión de morirse solo a una hora. A media mañana, a media tarde, los recreos de los vecinos -el Instituto General Manuel José Arce y la Escuela República de Brasil- también eran motivo de interrumpir la siesta. Y qué decir de los pandilleros, los que estaban allá por la gasolinera Texaco y el mercado Modelo, quienes en más de una vez demostraron sus habilidades de pelea frente a la residencia verde de la señorita Manyula. Del Acehualte, mejor ni hablemos.
En una selva así es mejor morirse de una sola vez. Rápido. ¿Para qué vivir muriéndose? Entonces, estimada dama de piel gris, ayer que te ví en esa fosa con flores, con frutas y sin novio recordé la frase lapidaria de Borgues, el ciego de oro: "no nos une el amor sino el espanto".